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  • Foto del escritorAntonio Amilivia

EL DIBUJO O EL CAMINO DE LA PERCEPCIÓN


El dibujo no depende fundamentalmente de una técnica de ejecución ni de una habilidad manual, sino, sobre todo, de la agudeza perceptiva. Todo profesor de dibujo sabe que la clave de esta disciplina reside más en la calidad de la observación que en el virtuosismo de la ejecución. Es un error pensar que no sabemos dibujar porque representamos muy mal lo que vemos bien. La verdad es que, la mayoría de las veces, no sabemos dibujar porque representamos más o menos bien lo que vemos muy mal. La causa de nuestra incapacidad para dibujar reside menos en la torpeza de la mano que en la confusión de los ojos.


Si no podemos ver bien —salvo que suframos una anomalía que sea competencia de un oftalmólogo o un neurólogo— es porque en la estructura misma de nuestra conciencia se presenta un obstáculo a la percepción. Este obstáculo es psicológico: es el muro de símbolos interiores que hemos forjado en un intento de contener el universo dentro del círculo cerrado de nuestra conciencia. Esta masa de representaciones mentales interfiere con toda nuestra información perceptiva, cuando no la sustituye directamente.


Si te pregunto si sabes qué es una cebra, instantáneamente te viene a la cabeza una imagen. Es obvio que esta imagen no es una percepción nueva sino el residuo de una experiencia, el recuerdo de una percepción congelada en un concepto que reúne todo lo que crees saber sobre el animal. Es fácil admitir que esta imagen extraída de nuestra biblioteca mental no será suficiente para dibujar una cebra de forma realista (¡que lo prueben los que duden!) Pero debemos ir más allá: en el marco de un dibujo observacional con una cebra real, la imagen mental no solo no nos serviría de nada, sino que incluso constituiría un obstáculo porque nos impediría tener una percepción inmediata del animal, tal como está realmente delante de nosotros en su apariencia real.


Esta interferencia queda patente en el sorprendente parecido de todos los dibujos figurativos que revelan errores de observación: cada forma se dibuja en parte como se ha percibido y en parte como se ha previsto intelectualmente. Por ejemplo, un plato colocado sobre una mesa se dibuja como si estuviera inclinado hacia el espectador para mostrar toda su redondez, porque sabemos que es redondo; una nariz se coloca en el centro de una cara, aunque el modelo esté en vista de tres cuartos, porque sabemos que la nariz está en el centro de la cara.


Naturalmente, dejamos de lado la cuestión de las obras que pueden jugar deliberadamente con esta distorsión, como ocurre, por ejemplo, en el cubismo. Aquí solo nos centramos en estudiar lo que se interpone en el camino del dibujo objetivo o del dibujo observacional. Ahora bien, ¿cuál es la naturaleza de este impedimento y cuál es su causa?


El origen de la falta de observación que revela la torpeza en el dibujo reside en la temprana adaptación de nuestras facultades de percepción a nuestro entorno material y social. Para que nuestros ojos sean un instrumento fiable, hemos aprendido desde muy temprano a corregir espontáneamente las ilusiones ópticas de las que podríamos ser víctimas: de lo contrario, sería imposible movernos sin tropezar o chocar con todo. Una vez adquirida, esta facultad correctora funciona tan sutilmente que su acción pasa desapercibida y ya no la cuestionamos; así, no tenemos ninguna duda de que un personaje que se aleja de nosotros no se hace realmente más pequeño, aunque esta ilusión la produzca nuestro sistema visual; de manera similar, estamos seguros de que los guardarraíles situados a los lados de la carretera son en realidad paralelos y no convergentes como parecen.


Mientras esta función interpretativa nos ayude a desenvolvernos en nuestro mundo, nos será de gran utilidad. Pero en cuanto tengamos que representar las tres dimensiones del espacio en el plano del dibujo, se convertirá en un verdadero problema.


Además, las interpretaciones a las que están sujetas nuestras percepciones no solo corresponden a un proceso de adaptación al mundo material sino también a un proceso de adaptación a las convenciones sociales de nuestros educadores. En particular, a cualquiera que haya aprendido a nombrar el mundo le resulta muy difícil atravesar la red lingüística que ahora lo separa de los fenómenos. Nuestro discurso interior "fija" el mundo dándonos una ilusoria sensación de permanencia reconfortante y nos impide percibir el flujo de energía en movimiento que anima todas las formas. En cuanto reconocemos una cebra, dejamos de verla, nos decimos: "es una cebra", ¡como si fuera suficiente! Y nuestra conciencia queda deslumbrada por esta palabra fija que no nos sirve para dibujar al animal en movimiento; porque poner un nombre a una forma nos da simultáneamente la seguridad de que sabemos cómo pensar en ella y crea en nosotros la ilusión persistente de que no tiene sentido mirarla. Nombrar nos impide ver.


Cuando éramos niños teníamos pocas representaciones y abríamos bien los ojos ante un mundo inquietante y maravilloso. El crujir de una hoja seca bajo nuestros pies o el brillo del sol en una gota de rocío tenían para nuestra alma el mágico sabor de lo desconocido. Las explicaciones transmitidas por nuestros educadores nos han permitido domesticar el universo cubriéndolo de etiquetas; y cuanto más incrementábamos nuestra colección de etiquetas, más sabios nos sentíamos. Pronto, ya no pudimos ver nada nuevo en este mundo demasiado familiar que parecía haber envejecido con nosotros.


Tal vez no haya otra manera de ser un sujeto cognoscente que construir una representación del mundo. Además, un dibujo también es siempre una representación. Pero un dibujo no pretende ocupar el lugar de lo que representa, mientras que nuestras imágenes mentales tienden a plegarse sobre sí mismas para reemplazar completamente el mundo viviente. ¿Puede haber actitud más contraria a la inteligencia que pretender ser el guardián de representaciones científicas, políticas o religiosas sobre las cuales nunca hemos tenido alguna experiencia directa de percepción?


Aprender a dibujar significa aprender a ver aquí y ahora; aprender a ver significa aprender a detener el tiempo del pensamiento. Para ello, tenemos que encontrar la manera de desactivar la función de reajuste sistemático de las percepciones que nuestro cerebro ha sido condicionado a realizar; tenemos que ser capaces de captar la información perceptiva antes de que se convierta en palabra. Practicando el dibujo, aprendemos a desarrollar una visión más pura que nos da acceso a un mundo en el que siempre hay algo nuevo por descubrir. De algún modo, dibujar es como volver a la infancia.





 

 

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